La pequeña iglesia, de una sola nave, precisa restauración por dentro y fuera; algo en lo que se afanan los vecinos de Quecedo y Puentearenas, ambos pueblos al cargo de la ermita y de mantener esta tradicional Asunción. Así me lo cuentan con entusiasmo Carmina, Juan y María Jesús, a los que no les gusta que un grupito se haya puesto a comer el bocata en su interior, cómodamente sentados en los bancos delanteros de la izquierda. Entre tanto, continúan los preparativos para la procesión y eucaristía progamadas para la una de la tarde. El bullicio se extiende a la sacristía, detrás del altar, y a la entrada, donde venden estampitas y llaveros con la imagen de la advocación anfitriona. Cada vez llega más gente que entra y sale, hace fotos y rodea el templo, cuya traza se dispone en el cristiano sentido Este-Oeste. El muro norte posee contrafuertes y lo cierto es que, más allá de consideraciones constructivas, buena falta le hará porque el viento tira con fuerza de abajo arriba.
Antes de subir unos cuantos metros más hasta el alto, vecinos de Valhermosa comentaban que en otro tiempo venían con yeguas y nieve. Alfombras de brezo, rico alimento de las abejas, se muestran sobre la suave ladera que nos lleva a la cumbre. El premio es contemplar Villacaryo y Medina en un mapa inabarcable, donde Gelito señala un par de fincas en el pueblo de su madre, Barruelo. A estas alturas Eolo es el protagonista invisible y el comentario entre los adultos, la ausencia de molinillos. De vuelta a la ermita, coincidimos con la procesión, que encabeza la pequeña talla de la Virgen, seguida por el párroco de la Merindad, Julián, y el pueblo. Y tras el rodeo a la capilla, la misa. De tanto mirar tierra y cielo perdimos las referencias de la senda que, aunque bien señalizada, no vendría mal que aquí en el altollano hubiese más y con estacas más elevadas. Hacia levante vemos la media luna, que así bautizaron los lugareños, incrustada en la cresta de las montañas. El paisaje te envuelve en 360 grados.
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