Valdivielso es siempre un evocador remanso de paz. Las aguas del Ebro bajan mansas hasta Cereceda, aunque yo no me fío de las corrientes en el Aguadero de Condado donde la mocedad refresca sus adolescencias. Los catorce pueblos de la Merindad, todos bonitos, unos más grandes y otros más chicos, se asientan en armonía con los campos, los caminos y las faldas montañosas que protegen el Valle. Mónica, natural de la capital mundial de la salsa (Cali, Colombia), me vende media panadería de Quintana. Su compañero, Marcos, un gallego de Vilalba, reparte el pan de aldea en aldea. Sabe delicioso, como los pasteles de Íñigo, la afamada confitería de Villarcayo.
Gelito y Amaya, todo fibra, suben caminando desde Hoz a
saludar a Marines y a Manolo, el gallego afincado en esta tierra desde hace más
de sesenta años. El domingo hubo misa en la ermita de Santa Bárbara. Vino de
Burgos a oficiarla el vicario pastoral de la Archidiócesis, José Luis Lastra.
Al puñado de vecinos de Valhermosa y Arroyo que asistieron a la eucaristía les
dijo que eran “afortunados”. En el funeral del día anterior que se celebró en
Población por Jesús y Antonio, cuyas cenizas se depositaron en el cementerio
del pueblo, Juanmi, el párroco, reconoció que permanecía el dolor por la
ausencia, al tiempo que invitaba a celebrar las nuevas vidas que llegan a las
familias.
Los exagerados calores de la sobremesa tumban las almas
detrás de las persianas. Las casas se cierran sobre sí mismas como si fuesen
refugios de guerra. La siesta y el silencio se apoderan de los cuerpos. Pero a
media tarde siempre hay quien se levanta de la cama para ir a la finca. Otros
se disponen a salir en busca del paseo y de la fresca, que estos días se hace
la remolona hasta la noche. Los días en agosto ya son más cortos. Lo mejor de
mis veranos en el Valle de Valdivielso son el encuentro con la familia, la gente
y sus singulares biografías. La memoria y la felicidad van juntas.
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